30 sept 2006

Acoso inmobiliario

Antes jugaba en la calle. Mi calle. En cada ventana había una madre, o una abuela. Algunas tenían mallas de colores y una permanente de trescientas pesetas. Nos observaban mientras descubríamos un deporte, o algún juego de equipo, de esos de sudar mucho y terminar con la respiración a toda máquina. Casa. El portal es casa. En verano nos demorábamos hasta las doce o más, con miles de ojos comprendiendo en silencio que el mundo era para nosotros. Teníamos cinco años, once, a veces hasta dieciocho o más. Todos éramos vecinos, o hermanos, o amigos. Pero cada vez era más tarde. Las once pasaron a ser las ocho, y luego ni siquiera eso. Mis compañeros del colegio me decían que sus madres no querían que vinieran a mi casa, que por qué no llevaba yo la consola a las suyas, frente al paseo marítimo, o más allá. Un día mis padres me contaron que vendría una señora a visitarnos por la tarde. Tenía cara de pocos amigos, parecía tan enfadada… Hablaba de metros cuadrados, o redondos, ya no me acuerdo, y luego le dio la mano a mi padre. Cuando se fue mi madre estaba muy contenta. Nos iban a dar una casa. ¿Otra?, le pregunté yo. ¿Vamos a tener otra casa? Ella sonreía. Y aquel día llegó. Mi abuelo, los vecinos, aquel hombre con la furgoneta, todos subiendo y bajando las escaleras de madera a toda prisa, cargados hasta arriba: la tele, los juguetes, las sillas, la estufa, todo. Se lo llevaron todo. Mi padre me contó más tarde que tenía que haber pedido más. Cincuenta mil pesetas. Cincuenta mil sucias pesetas por diecisiete años de vida. Nuestra vida.

Ahora vengo mucho. A veces me parece que todo es como antes, nos demoramos en la calle, jugando, y las madres tras los cristales. Observando. Robándole horas al sueño. Entre cerveza y cerveza alguno presume de llevar ya muchos años parando en el bar. Es cierto. Toñito lleva toda la vida. Con cuatro años nos escondíamos en la última mesa con tebeos hasta que mi madre venía a buscarme para darme la merienda. Pero ahora los niños ya no viven aquí. Ni las señoras con la permanente de trescientas pesetas. Me dice Toñito que si sé de alguien que busque piso, que el segundo se ha quedado libre. ¿Que cuánto pido? Trescientos eurillos. Al mes. Toda una vida.

No hay comentarios: