19 dic 2010

Mucho más, Don Enrique

Hacía un frío de mil demonios. Octubre apuraba ya sus últimos rayos de terraza, ensayando a aquellas horas el manto de luz sobre los adoquines. Todavía no estaba helado el camino que, desde la fábrica de armas e incluso desde la sierra de Huetor, me traía balanceándome, dormitando, sobre la moto. Mis manos estaban dormidas desde la mañana anterior: sin duda la situación se estaba haciendo ya insostenible para mi salud.
A estas horas no cruzaban los críos la carretera en las Peñuelas. Menos mal. No podría frenar ya. Una cuesta, otra más empinada aún. Pasé frente al instituto cerrado, sin albarabía. No helaba. Menos mal. Semáforos, otra cuesta, más semáforos. Aparqué junto a la sucursal. Lo bueno de la oficina de Pajaritos es que la moto estaba siempre vigilada.
Saludé y recibí al menos veinte saludos antes de quitarme la cazadora, los guantes y el casco. Todas estaban ya allí. Malhumoradas, sonrientes, todas de azul y amarillo. Empujé la jaula hacia un rincón y me abrí un hueco frente a los casilleros, frente al distrito 14. Alberto había vuelto ya. Me miraba de reojo mientras estiraba los brazos hacia los casilleros de su mesa. Cabrón. Seguramente no se levantaría ya, esperando a recibir los sobres de su zona de reparto clasificados, con medio correo embarriado. Estos eran los que luego se quejaban de que venía mucho trabajo, cuando ni siquiera un día flojo parecían tener sangre en las venas. Claro. Ellos eran funcionarios.
Durante media hora empujé insistentemente cientos y cientos de folletos, revistas, paquetes y algún sobre de tamaño suficiente como para haber terminado en las cajas grandes. Venga, y venga, y venga. Ya casi nunca cantaba una dirección, en parte porque me las había aprendido, sí... pero también porque me resultaba indiferente que Doctor Fedriani fuese de José Luis o de Estrella. Mis manos seguían dormidas, los dedos insensibles me ardían y parecían querer expandirse más allá de la epidermis. Terminé de tirar "general" y recogí dos cajas de correo chico, que algún buen compañero me había dejado junto a la pierna derecha.
Cuando llegué a mi mesa la vi.
...

No recuerdo bien si fue antes o después de entrar en el bar de la gramola. Creo que quizá veníamos de la facultad. A lo mejor con Rodrigo. No lo recuerdo. Subimos dos o tres plantas y timbramos. Dentro sonaba la música y me pareció reconocer la voz de los manueles. Sobre la mesa, llena de harina, un chico de gafas de pasta negras se empeñaba en estirar una masa blanquecina, rota y deshilachada. Hola. Hola. Hola. Qué tal. Todo estaba sucísimo, eso sí lo recuerdo perfectamente.
Qué!, tío! Te quedarás en Santiago hoy? No sé. Creo que no. Todavía hay un tren a las ocho y cuarto. Cuánto tardo hasta la estación? Diez minutos.
Un manuel rebuscaba en una especie de libro, repleto de cedés, sin carátula la mayor parte. Todos eran originales. Qué es? Tu famosa colección de música moderna? Me reí, y manuel respondió muy serio, como él hacía cuando hablaba de las cosas importantes: Claro. Quieres echarle un ojo?
Me senté en uno de los sofás, encima de alguna camiseta, y empecé a hojear aquel libro pesadísimo. Pop, pop y más pop. Me sonaban aquellos nombres de las conversaciones que alguna vez había presenciado entre Manuel y Fernando, y Paula también. Spiritualized, Mogwai, Tortoise... a mí me sonaban a chino. Mira!, interrumpió Manuel de repente, a lo mejor te gusta esto. Sacó con el pulgar y el índice un cedé del libraco y lo introdujo en un radiocassette azul, con un reproductor de cedé en la parte superior. Apretó el botón de eject sin haber parado la reproducción y la tapa saltó, mostrando un disco girando todavía, zumbando mientras daba ligeros saltitos. Lo retiró con la otra mano e insertó el cedé que tenía entre los dedos con una precisión pasmosa. Cerró la tapa y pulsó el botón de play.
Allí estaban todos ya.
...

No me lo podía creer. Ja! Recuerdo la vez que encontré un paquetito para Balseiro. Aquello había sido grande. Casualidad total. Pero bueno, al final, ni siquiera lo pude saludar. Creo que escribí una notita en la parte inferior del paquete, no sé. No lo recuerdo. Pero esto era distinto.
Sociedad general de autores. La SGAE. Bueno, en fin. Qué más daba! Tenía un sobre inmenso encima de la mesa, sobre dos cajas de sobres apretados. En letras manuscritas se podía leer: Enrique Morente.
...

Todos cambiaron de repente su actitud. Como si en aquella habitación hubiera entrado alguien realmente importante. El que líaba un porro comenzó a atusar el papel cuidadosamente, preocupado ahora por el detalle que hace apenas un segundo no significaba nada. El que fregaba los restos de lentejas y mondas de tomate cerró el grifo, temiendo molestar ahora, cuando antes ni siquiera los gritos de las conversaciones le daban a entender que aquello que tan voluntariosamente hacía estaba fuera de lugar, o de tiempo. Manuel sonreía, levantándose hacia el interruptor de la luz. Apagó el fluorescente de la cocina y también la lámpara de la mesita junto a la ventana. Ya sonaba el disco. Parecía una marcha militar. De fondo sonaba una guitarra distorsionada. Era una distorsión artificial, de pedal barato. Nada que ver que las válvulas del Marshall de Manuel. Encima de la mesa estaba el cuardernillo del cedé. Lo cogí, y todos siguieron mis manos, como esperando el asombro, el romper de la voz, los coros que no haría, por supuesto.
Omega. Lagartija Nick. Morente. Lorca.
No pude compartir la ceremoniosidad del momento con ellos. Pero supe que algo importante acababa de suceder.
Escuchamos otro tema más, que yo ya conocía. Lo tenía en una cinta marrón que Rodrigo se había dejado voluntariamente en mi coche. Tierra y luna. Leonard Cohen, Mina, Bregovic. Era un tango que ya dominaba, es decir, mi torpeza ya podía acompañar el compás de la canción sin que las palmas molestaran. Me gustaba dar palmas. Aquel día di palmas también. Daba palmas mejor que ninguno. Claro. Yo era medio gitano. Eso se nota.
...

Aparqué la vespa en la plaza. Había cartas para el cinco, el doce y el ocho. Timbré en el ocho, y corrí hacia la parte baja de la plaza, para introducir el correo del cinco bajo la puerta. La señora Angustias asomó a tras la puerta del número ocho. Hola. Cuchi el correo! Qué me traaae. Nada del otro mundo Angustias, dos certificados de la Junta. Las cartas de amor no las he escrito todavía. Pero estese tranquila, mujer, que necesito tiempo. Porque usted quiere algo bien bonito, no? No le valdrá a usted cualquier cosa? No? Ella sonreía y tomaba el recibo rosáceo entre sus manos, cogiendo el bolígrafo con torpeza. Tenía las manos secas y arrugadas, y frías.
Con un movimiento repetido miles de veces hice resbalar las gomas hacia la muñeca y tomé el atado de cartas con la mano derecha. Subí el carril de San Miguel repasando los primeros sobres, contando en voz baja los pares, hasta el 8. Creo que no había ni 10 ni 12. Debí haber subido con la moto, había más cuesta de la que yo pensaba. Pero la moto liaba un escándalo... y aquello no era como para dar la nota. Caminar era más elegante. Avanzaba a zancadas, observándome las botas, ennegrecidas. Caminé un par de minutos por el empedrado hasta la puerta marrón y timbré. Esperé un rato. Un poco más arriba estaba el cartel que decía "Cerro de palomares". A esta hora todavía no habría nadie, aunque bueno, ahora que habían hecho las escaleras a lo mejor ya había "tráfico" sacromontino. Timbré otra vez. Nada. Timbré de nuevo, y justo al separar el dedo del timbre comencé a oir el crujido de una puerta al otro lado del patio. Supe que había un patio porque el crujido retumbó, como un timbal destensado. La puerta era bastante alta, no había manera de ver nada. Alguien empezó a manipular la cerradura al otro lado y la puerta se abrió hacia dentro.
...

Y tu armadura se convierta en encaje.
...

Tenía la voz tomada. Carraspeo varias veces antes de decir una palabra. Es para usted Don Enrique, le dije. Todavía no sé por qué. No solía yo llamar a la gente de Don. No sé por qué lo hice. Supongo que me impresionó aquél hombre adormilado, con un batín cruzado y las zapatillas. Olía a cama. Me pareció un poco impúdico acercarme tanto cuando tomó el sobre. Firmó sobre la pegatina y me devolvió el bolígrafo. Yo tardé todavía un poco en arrancar la pegatina del sobre. La pellizqué por detrás, como me había enseñado mi amigo Patiño. Si la pellizcabas por delante se rompía, y, bueno, no quería romper un autógrafo Morente!
Algo más?
No sé por qué no hablé en ese momento. Podría haberle contado aquella tarde en un piso de la Ronda de Nelle, podía haberle hablado también del licor café, o mejor aún, haberle traído una botella. No dije nada. Ni le conté que el francés también me había acompañado alguna madrugada en la peña del Niño. El Niño de las Almendras. A mí me gustaba mucho cantar la de los pícaros tartaneros. Le hacía gracia al Toti. Podía haberle hablado de la piazza del Gesú, o de San Doménico. De la birra Peroni, de los cornetti de nutella y de las noches en el Cavone con Jaime y su grandilocuente acento sevillano-napolitano.
Podía haberle dicho tantas cosas. Pero nada. Ni una palabra. El terminó cerrando la puerta, aunque yo seguía allí de pie. No es que me diera con la puerta en las narices. Yo lo sé. Quizá no le importó que me quedara allí de pie, pero claro, él tendría cosas que hacer, y yo no le decía nada ya.
Algo más? Mucho más, Enrique. Mucho más.

1 comentario:

Anónimo dijo...

grande!!