9 may 2014

Adiós, Lautrec

Hoy he leído en mi muro de Facebook (en el perfil del Soundkilla) que ha cerrado (o cierra) el Lautrec. No me coge por sorpresa, como a ninguno de los que vivimos en esta ciudad veleta, marcada por el compás de los vientos cambiantes de la city, sea esta Madrid, Londres o Carcelona. Hace ya tiempo que dejé de frecuentarlo, al igual que el resto de bares de la zona, y no sin cierto alivio por no tener que aguantar ya más a los especímenes que la habitaban, con su falta respeto por todo aquello que no signifique "hombre", "macho", "depor" o "follar". Y me refiero al género masculino pues también responden al mismo las que portan vaginas y tetas pero comparten tan honrosos principios.
Recuerdo que las últimas veces que pisé el Lautrec (al final del verano de 2012) ya no había sorpresas en el ambiente. Todo permanecía igual, y entiéndase por igual el estado en el que permanecen las cosas que no se cuidan, que simplemente se desgastan con el paso del tiempo. Incluso la música, su eterno atractivo, dejaba ya de sonar fresca y ambiciosa, con algunos guiños al mal gusto y a lo rancio. Sí, el Lautrec era rancio.
Quién sabe cuánto de rancio tenía el Lautrec o mi yo anterior, que tan buenos ratos había disfrutado entre aquellas paredes enfundadas de carteles de películas, subido a aquella tarima ridícula con todos los amigos que jugábamos a navegar por el cosmos de la mano de las sustancias más originales que podíamos conseguir.
El Lautrec me enseñó muchas cosas. Algunas buenas, otras no tanto. Dj Kicks, Ricardo Queso, Shantel, Caravan Palace están entre las mejores, aunque algunos insistimos una y otra vez en que "en el bar de Toñito sonaban antes". Otras, como mi amigo Borja meando en la barra del bar y automáticamente expulsado por el Solete, como aquella noche que decidí cansarme del amor y besar a la primera que se dejó, como los arrebatos de furia de Juanillo (o de su novia, eso nunca lo sabremos), como la siempre desagradable actitud del personal hacia nuestra pandilla o los miles de euros gastados en cerveza (no siempre fría) y copas insípidas, no tanto.
Pero un día, el 24 de julio de 2012, para ser más exactos, decidí acabar con lo bueno y lo malo. Del Lautrec y de todo. Era el último día. Eso, para aquellos que lo hemos vivido, es fácil de saber. Atrás habían quedado todos los amigos, sólo había noche y cansancio. Entré en el cuarto de baño como otras muchas veces (no soy amigo de vaciar la vejiga en la calle, ni en la barra del bar...) vigilado por el pincha y por el resto del personal. Sólo. Cerré la puerta y valoré las posibilidades del lugar: objetos cortantes, sustancias venenosas... no era el sitio. Meé y salí. Pedí una cerveza. Ese día todo cambió. Realmente era el final, aunque no tanto, o más bien no del todo. Conocí a una mujer que brillaba en medio de tanto gris como si su presencia fuera extraña o circunstancial (que lo era). Bailaba. Reía. Imitaba cada uno de los movimientos de mi torpe cuerpo con una gracia incomparable. "Tu amiga es muy simpática", le dije a la chica que estaba con ella. El resto es otra historia y deberá ser contada en otro momento, como diría Michael Ende. En realidad ya la he contado en un post anterior: http://www.baixacultura.com/2012/10/el-amor-toda-velocidad.html
Ese día pasé a ser David Lautrec. Y así fue durante un buen tiempo, hasta que por fin me deshice de tan artístico apellido para ser de nuevo David a secas. Aquello me reconcilió con muchas cosas que creía perdidas. El Lautrec me salvó del propio Lautrec. Y le dije adiós, no sin cierta incongruencia, pero adiós.
Hoy nos dice adiós él. Adiós Lautrec. Buen viaje.

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